Los hombres invisibles

Nos bancamos la esclavitud durante 11.000 años. ¿Cuánto bancaremos a los usureros modernos?

(Marcelo Figueras. El cohete a la luna). La capacidad de adaptación es uno de los rasgos que explica nuestra prosperidad como especie. Como no veníamos dotados de cuna para destacar entre los animales —carecíamos de pelaje espeso, de garras y colmillos, de velocidad y de tamaño—, apelamos al ingenio para suplir las carencias y, con relativa velocidad, nos convertimos en la única especie que podía adaptarse a cualquier hábitat: frío y calor extremos, la costa y las montañas, la selva y el desierto, razón por la cual nos desperdigamos por (y adueñamos de) todo el planeta. Esta habilidad suele ser descripta como una de las pruebas de nuestra inteligencia, la plasticidad que nos ayuda a contorsionarnos —a acomodarnos a casi cualquier circunstancia— sin rompernos.

Pero cuando se exagera una característica más allá de toda proporción, la ventaja comparativa puede convertirse en desventaja. (El General había leído historia antigua y sabía lo que hacía cuando aconsejaba: Todo en su medida y armoniosamente.) Así como nos acostumbramos a lo bueno y empezamos a darlo por sentado, tenemos una alarmante capacidad para habituarnos a lo malo y tolerar situaciones indignas como si fuesen naturales. La esclavitud, por ejemplo, es algo que hoy parece escandaloso, pero convivimos con esa institución durante 11.000 años. Ciertos procesos históricos suenan casi incomprensibles cuando se los mira desde lejos: ¿cómo –por ejemplo— es posible que alguien acepte caminar por las calles con una estrella amarilla en el pecho, que socializa su condición de paria? Pero cuando se lee la letra chica, se advierte que bastó con que cayesen unas pocas fichas del dominó histórico para que aceptásemos como cotidiano lo que meses atrás habría parecido intolerable.

En un par de semanas, HBO estrenará la miniserie a través de la cual David Simon —el creador de mi serie favorita, The Wire— adaptó la novela de Philip Roth La conjura contra América (2004). En ese relato, Roth apela al subgénero de la ucronía e imagina un destino diferente para su país, los Estados Unidos. ¿Qué hubiese ocurrido si en 1940 el aviador Charles Lindbergh, una figura popularísima de su tiempo, derrotaba a Franklin Delano Roosevelt en las elecciones? Porque Lindbergh era un as deportivo, un héroe americano, una estrella —aquel que había volado solo a través del Atlántico, a bordo del Spirit of St. Louis—, pero además era un admirador de Adolf Hitler y un racista, convencido de que existía un «problema judío» que requería remedio. Por eso a Roth, que recordaba la tensión racial y el antisemitismo que sufrió de chico en Newark, antes de que su país se involucrase en la guerra y maltratar a los judíos-americanos se volviese políticamente incorrecto, se le ocurrió imaginar que con Lindbergh como Presidente la historia de su país podría haber sido muy otra. Lo escalofriante es que eso se le ocurrió a comienzos de este siglo, cuando imaginar unos Estados Unidos abiertamente filonazis parecía una locura. Sin embargo ahora, a tan sólo 16 años de su publicación, esa hipótesis dejó de ser descabellada.

El país liderado por Trump no rompería con el Israel de Netanyahu, que es su principal aliado, pero ya dio muchas muestras del desprecio que siente por otras etnias, las minorías que se apartan del blanco teta —eso sí, rociado por sprays de color naranja— que es su tonalidad de piel predilecta. ¿Se acuerdan cuando trató a todos los inmigrantes ilegales latinos de violadores y traficantes? El 20 de febrero —o sea, casi dos semanas después de la entrega oficial—, Trump quiso desprestigiar a los Oscars diciendo que habían consagrado como mejor película a una de Corea del Sur. «¿Qué demonios fue eso?», dijo, y reclamó la vuelta de films como Lo que el viento se llevó. O sea que, para rechazar una historia que tematiza la lucha de clases —eso hace, entre otras cosas, Parasite–, Trump glorificó una película que rememora el momento en que su país estaba dividido por una guerra civil. Más claro, echale spray naranja.

Un poco más al sur, Bolsonaro alienta una movilización popular contra el Parlamento de su país, que tendría lugar el 15 de marzo. ¿El Presidente de un país de régimen democrático, operando abiertamente contra uno de los poderes del Estado? Ahora dice que no debería interpretarse así el mensaje que difundió por las redes, porque su WhatsApp es «para uso personal». Uno de sus hijos preguntó por Twitter si alguien se lamentaría en caso de que cayese una bomba de hidrógeno sobre el Congreso. ¿Habrá imaginado el bombazo a título personal, también? Hoy que tanto se habla de pandemias, hay que recordar que hasta no hace tanto Brasil era gobernado por Lula y la posibilidad del bolsonavirus sonaba a delirio paranoico. Pero los poderosos del mundo metieron mano, las fichas del dominó cayeron en cadena y en tiempo récord el país se sumó al club de las naciones sumidas en pesadillas vergonzantes que consideraban improbables y de las que no logran despertar.

Hace tres años Philip Roth fue entrevistado por el New Yorker, donde le preguntaron qué pensaba de la elección de Trump. Y respondió: «Es más fácil de comprender la elección de un Presidente imaginario como Charles Lindbergh que a Trump como Presidente real. A pesar de sus simpatías con los nazis y su proclividad al racismo, Lindbergh era un gran héroe de la aviación. Trump no es más que un estafador».

Y sin embargo, ahí está.

Business as (in)usual

Insisto en el tema de cómo nos acostumbramos, y rápidamente, a cosas que considerábamos impensables (cualquier peli que hubiese pintado a un Presi tan incompetente como, por ejemplo, el Trump que horas atrás quiso tranquilizar a su pueblo respecto del coronavirus y terminó asustándolo, habría sido criticada por inverosímil), porque quiero dirigir la atención hacia otra situación a la que estamos tan habituados que es prácticamente invisible.

Lo que conocemos como usura es una institución casi tan vieja como la esclavitud. La criticaron desde Moisés al Buda Gautama, pasando por Platón, Santo Tomás de Aquino y Mahoma. Durante mucho tiempo, y en numerosas culturas, cobrar intereses por un préstamo era considerado pecado y condenado como ilegal. Yo querría ampliar el diámetro de mi interés para incluir además otras actividades financieras: todo aquello que tiene que ver con la posibilidad de hacer que el dinero produzca más dinero; que alguien obtenga ganancias no a cambio de trabajo, producción, creación o venta de una mercancía equis, sino simplemente porque es bueno timbeando con guita. (Qué, para más inri, puede incluso llegar a ser ajena).

No hace falta ser experto en economía para percibir que el poder financiero mueve el mundo a su antojo, trabajando en los intersticios —en los silencios— de las leyes. Mientras el 99 % de la humanidad se desloma en un puesto de trabajo, cumpliendo una tarea a cambio de la cual se lo remunera, el 1 % restante trabaja ideando formas para que cada vez los laburantes perciban menos dinero a cambio del mismo o mayor esfuerzo. Ocurre que el poder del dinero crea una física alternativa a la del universo. Los ricos y sus tecnócratas crean dispositivos que les permiten meter dentro una porción de torta, apretar dos botones y sacar una torta entera, mientras en simultáneo desaparecen porciones de los platos de los laburantes del mundo.

En algunos casos estos dispositivos llegan a ser legales. (Cuando el dinero sopla puede mover montañas, y en términos generales les legisladores suelen ser mucho más livianos.) Pero aun cuando lo sean, lo que no deberíamos dejar de discutir es la eticidad de esos mecanismos. Si es justo que existan. Y, en consecuencia, si está bien tolerarlos.

Mientras preparamos esta edición de El Cohete, repaso artículos que detallan un escándalo económico tras otro. Los 800 millones de dólares en coimas que pagó Odebrecht con complicidad del Banco Mundial. El vaciamiento de la empresa Vicentin, después de haber obtenido préstamos desmedidos (e injustificables) del Banco Nación. Los 335.000 millones de dólares de impuestos evadidos de Latinoamérica en 2017. La inacción de nuestra actual Corte Suprema —que cuando los ricos soplan, baila como una pluma— frente a un caso de contaminación ambiental por agrotóxicos que, entre otras consecuencias, deformó el corazón del niño Misael Sánchez y lo mató cuando tenía apenas cinco meses. Todas historias que hablan de fortunas ganadas de manera non sancta, cifras que exceden nuestra imaginación, a las que no nos aproximaríamos ni sumando lo que ganaremos en toda la vida, y que saltan elegantemente de unos bolsillos a otros sin que nadie se espante — business as usual.

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