Colombia; el año de las reformas

Carlos Gutiérrez M.*

“Seis reformas constitucionales y 10 proyectos de Ley hacen parte del paquete legislativo del cambio que esperamos [que] esté listo el 20 de junio de este año”. Así radiografiaba Alirio Uribe, representante a la Cámara por el Pacto Histórico, a través de un tweet, la agenda legislativa del primer semestre de 2023 (1).

Mensaje optimista. No es extraño, por tanto, que en círculos de activistas se hable de este como “el año del cambio”, reafirmando así que en efecto el actual gobierno hace honor a ese calificativo. ¿Confianza desmedida? El congresista Uribe lo plasmaba al abrir su mensaje por redes sociales: “#ElCambioEsImparable”.

Cúmulo de agenda reformista que a su vez lleva al Ministro del Interior a afirmar que “la agenda del semestre será de lo más intenso que ha vivido el Congreso” (2).

¿Proyectos y pretensiones realistas? o ¿Confianza desmedida, soportada en mayorías parlamentarias consolidadas a lo largo de los últimos meses?

Confianza. Tal vez mucha, toda vez que –a no ser que se cuente con una aplanadora que pase por encima de todo grado de oposición y el proceso valorativo en el Congreso cursen sin debate– resulta claro que la agenda por iniciar su trámite a partir del 6 de febrero, con la apertura de sesiones extras a las que fue citado el Legislativo, a pesar de lo acordado con sectores del establecimiento y la burocracia repartida, no se asegura que los congresistas de la bancada mayoritaria actúen como integrantes de un afinado coro.

La agenda expresa, por demás, la necesidad gubernamental de recuperar seguridad plena sobre sus pretensiones y capacidades entre los sectores sociales y las fuerzas de base que depositaron en él toda esperanza de mejor vida, entre las que se empiezan a expresar grados de escepticismo o desespero por “mucha declaración y poca transformación”.
Las pretensiones también responden al reto de un gobierno como el que encabeza Gustavo Petro, urgido de prolongar y reforzar los niveles de aprobación que ostenta; experimentado político que sabe que los tiempos y las oportunidades perdidas son difíciles de recuperar y de enmendar, actúa para que tal escenario no llegue a concretarse, pues, de así sucederle, sus costos le llegarían en las elecciones territoriales de octubre 2023, empezando a cargar, desde ese mismo momento y de manera pronta, el sol a sus espaldas. Referente de tiempo que impone su lógica en el actuar gubernamental.

Sin duda, entonces, las reiteradas declaraciones de algunos funcionarios sobre las pretensiones para el año 2023 están alimentadas en este tipo de cálculos y obligan a reforzar, a cualquier costo, los acuerdos en el Congreso. Más burocracia, menos transformaciones pretendidas con las reformas por aprobar o seguir su trámite, y alianzas con alcance prolongado hacia los municipios y los departamento en las próximas elecciones territoriales, son parte de lo acordado y calculado.

Es esta una forma de actuar no soportada en la conciencia social, ni en la acción ni en la disputa ideológica para vivir un salto de calidad y cantidad en el país; un actuar que prolonga formas y prácticas tradicionales de gobernar y, por esa vía, insuflar energía a los instrumentos y los aparatos institucionales de los grupos de poder que, por tanto, tendrán en el corto plazo una oportunidad de prolongarse en sus dominios territoriales, y luego otras más de recomponerse y retomar sus fueros de control estatal. ¡Son los costos de la gobernabilidad!

Los costos se podrían multiplicar, toda vez que en el Legislativo la presión del capital llevará seguramente a una ampliada negociación del articulado de cada una de las leyes y las normas por tramitar. Un juego de quiero y no puedo, o de sí pero no –en ese casino de la real política, pragmática por excelencia, en que todo es apariencia y maniobras para ilusionar, distraer y engañar al contrario–, que pudiera incluso llegar al peor de los escenarios: tibias reformas sin cambios reales y en las cuales la forma se impone al contenido.

Prioridades

Un pragmatismo que permite concluir que, de todo el paquete legislativo, la reforma política es lo prioritario para el sector que hoy sujeta las riendas del país desde la Casa de Nariño. Hay evidencia de continuidad con las, por décadas, dominantes formas políticas entre nosotros y en el realismo capitalista, en el que las riendas de la política siempre buscan templarse para que sujeten los intereses que les trasmitan quienes ostentan el control del gobierno. No son casuales, por consiguiente, las tensiones existentes entre la bancada misma del oficialismo sobre lista abierta o cerrada, y en ello el afán presidencial por disponer de espacio para imponer “el bolígrafo” y fortalecer el poder unipersonal, y el temor de otros ante la posibilidad de cierre de espacios de acción y con el tiempo ver reducidas sus posibilidades de crecimiento en votos, y, por tanto, en representación parlamentaria.

En una perspectiva con pretensiones radicales de cambio, una reforma política debiera incluir, como aliento transversal, un amplio y flexible espacio de acción y peso para los movimientos sociales, sin que por ello se pretenda su expresión electoral ni actúen como “correas de transmisión” de uno u otro partido.

De esa manera, el propósito en todo tiempo, como reconocimiento de que los cambios proceden de abajo, debiera ocurrir que la sociedad cuente con los canales expeditos para su deliberación y su expresión autónoma, congregándose alrededor de diversidad de voces y formas de tomar decisiones, tampoco limitadas a las parlamentarias, y sí asambleas ciudadanas en las que se debatan y se tomen decisiones a manera de mandato nacional en los más disímiles planos, o de las que salgan agendas a ser tramitadas con prioridad por el Congreso, asumiendo las bancadas allí reunidas su deber de actuar como agentes de un pueblo movilizado, deliberante, que propone pero también determina. ¡Constituyente primario! ¡Agente actuante con vocación de democracia directa, participativa, radical, materializada en todo espacio y momento!

Tales actores sociales bien podrían acceder a recursos públicos de distinto orden para funcionar –financieros, logísticos, comunicativos y de otros órdenes–, haciendo real que los procesos educativos y culturales, y de liderazgo colectivo y horizontal en general, así como las experiencias de mandarse de acuerdo a sus necesidades e intereses, son las que tienden base a los cambios estructurales, que son los indispensables para que el cambio no sea una frase propagandística y sí una expresión de transformación efectiva.

Desmonte de parte de la estructura neoliberal

Por su parte, para las mayorías sociales lo urgente e indispensable reposa en las reformas a la salud, la pensional y la laboral, y la expedición de leyes en ámbitos como el agro, la soberanía alimentaria, la educación, los acueductos comunitarios y otros. En fin, una reforma al sistema financiero, prioritaria si de cambios estructurales y antineoliberales se trata, brilla por su ausencia.

Así avanza la pretensión reformista, sin tocar la almendra del régimen de acumulación –el sistema financiero–, y sin actuar sobre el sentido profundo del dominio neoliberal – que es cultural–. Proceso reformista que debiera impactar, revalorizar, el sentido de lo colectivo, lo público y lo común, cerrando espacios a los dominios neoliberales tanto en valores, como en usos y consumos, redistribución de ingresos nacionales, prioridades en los gastos, papel del mundo del trabajo y de sus actores cotidianos –dejando en su real lugar a los capitalistas, con sus inversiones, siempre en procura de grandes ganancias y nunca prioritarios frente a quienes mueven la máquina productiva cotidiana–; abriendo renovado espacio al Estado, esta vez como dominio de lo común.

Salud

Estando así la agenda, los retos con la reforma en salud, anhelada por amplios sectores sociales, son garantizarla como derecho fundamental a los cincuenta y más millones de personas que habitamos en Colombia, contraponiendo la historia que se tiene del privilegio de quienes cuentan con las condiciones económicas para pagar por acceder a la misma.
La garantía a este derecho fundamental implica: 1. Actuar con políticas públicas sobre todo aquello que puede afectarla negativamente: alimentación, saneamiento básico, vivienda, educación, condiciones de trabajo –seguras–, entre otros factores determinantes. 2. Impulso a un modo de atención centrado en la promoción, la prevención y la predicción de la enfermedad, utilizando la estrategia de atención primaria (APS) que ubica equipos de salud en los territorios donde vive y trabaja la gente, y que garantiza un acceso oportuno a los servicios de atención; condiciones dignas y decentes de trabajo para los profesionales del sector salud; real participación de las comunidades en las decisiones que atañen a su salud, con un componente efectivo de control social sobre el manejo de los recursos públicos de este derecho, que vincula el desarrollo de un adecuado sistema de información en salud con acceso público.

Esta es la transformación deseada por la sociedad en general, asumida desde tres décadas atrás como baluarte de lucha por los movimientos sociales y que implica el manejo público de los recursos del sistema de salud por parte del Estado, retirando la intermediación de aseguradores privados y contratando los servicios en forma directa con la red prestadora de servicios de atención en salud.

Pensiones

Por su parte, la reforma del sistema de pensión pretende reconocerla como un derecho fundamental y que deje de ser el privilegio de unos pocos, como en efecto prevalece en el país, con un escaso porcentaje de pensionados que históricamente no supera el 3 por ciento de la población laboral. Trabajar hasta el propio día de la muerte por vejez es el inri de la mayoría de los colombianos, y el descanso en condiciones dignas una quimera.

Una reforma así implica fortalecer el sistema público de pensión (que hoy institucionalmente está en Colpensiones), soportado en el modelo de prima escalonado, que no es otra cosa que la solidaridad intergeneracional: los trabajadores jóvenes cotizan a pensión y con estos recursos se les paga a quienes van pensionándose.

La propuesta reformista, denominada por pilares, implica que toda la población laboral, sin excepción, pasa a cotizar a Colpensiones, protegiendo este fondo público, que no está sometido a los vaivenes de la especulación accionaria que hoy domina en los Fondos de Pensiones privados, juego de casino que puede llevar a que cientos de miles de personas que cotizaron durante tres o más décadas queden sin pensión.

De concretarse en tales condiciones, quienes devengan cuatro o más salarios mínimos, y que ahora cotizan a los fondos privados, pasarían a hacerlo a Colpensiones; dejando de ser este un ahorro individual, o una cuenta de ahorro personal, donde el monto de la pensión depende de lo que se logre ahorrar. Ahora la solidaridad entre generaciones pasaría a ser el motor de este proceso, con un respaldo estatal que garantice que ningún cotizante quede por fuera del sistema, recibiendo mes a mes de acuerdo a su aporte, pero con unos topes que le ponen una franja máxima a quienes más cotizaron por contar con mayor salario, y una mesada digna a quienes menos lo hicieron por ser de salario mínimo.

Como puede deducirse, la propuesta carga avances frente al modelo pensional hoy vigente pero no aborda el grueso de la problemática: población informal y desempleada, es decir, es una reforma para quienes laboran de manera formal, que es la minoría. La mayoría, informales y desempleados aún no son considerados, y solo lo serán cuando se piense y resuelva el indispensable giro hacia un nuevo modelo de desarrollo –si puede denominarse así–, que debería crear puestos de trabajo por miles.

El debate estructural, por tanto, queda pendiente pues aún ni siquiera la reforma lo abre.

Laboral

Con igual fuerza debe ser abordada esta reforma. Como se recuerda, desde los años 90 del siglo XX, la lucha del movimiento sindical ha sido por recuperar los derechos perdidos fruto de la ofensiva neoliberal que los destruyó. Ha sido un combate mediante cambios legislativos o por la vía de los hechos. No debe sorprender, por tanto, que el actual gobierno, que asegura estar guiado por principios de justicia social, haya anunciado sin ambages una reforma encaminada a hacer realidad tales aspiraciones. Según lo definido por la subcomisión designada para perfilar apartes de la reforma, y a la sombra del siempre reivindicado “Estatuto del Trabajo”, tales anhelos están cubiertos por dieciocho ejes.

Las reivindicaciones mezclan lo que pudiéramos llamar recuperación de lo perdido, en temas como contratos de aprendizaje, dominicales y festivos, jornada nocturna, asociación sindical, negociación colectiva y huelga, con exigencias frente a la creciente precarización expresada en la tercerización, la subcontratación (unidad de empresa) y el contrato de prestación de servicios, y con las necesidades de regulación por efectos de innovaciones tecnológicas (automatización, descarbonización).

A juzgar por las declaraciones para la prensa (3), la reforma pretende ser integral y conciliadora, ya que busca una “modernización de las relaciones entre capital y trabajo”, pese a lo cual los gremios empresariales han puesto “el grito en el cielo”, quejido referido más que todo a la recuperación de lo perdido, con el manido argumento de que pueden representar un insoportable incremento en los costos laborales con indeseables efectos en el aumento del desempleo y la informalidad.

Por el momento, al igual que en otras reformas presentadas por este gobierno, el proceso va en la fase de diálogo y negociación por fuera del Legislativo. El Ministerio del Trabajo, en alianza con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), realiza encuentros territoriales que se programaron hasta el 3 de febrero. Los insumos que ellos aporten, así como los que se reciban en la página web habilitada, serán tenidos en cuenta por la subcomisión. De todas maneras, al igual que en otras reformas, lo decisivo será su trámite en el Congreso.

Los cambios dejan en evidencia, como lo referimos en pensiones, que reformar para que en realidad sus efectos se sientan en favor de las mayorías –informales y desempleados, por ejemplo– implica asumir el inaplazable reto de la industrialización del país, definiendo áreas estratégicas o de punta para ello, lo cual, por sus costos y las demandas que superan la capacidad de un solo Estado de la región, implica su coordinación y la definición de áreas en las cuales centrar el debate y la investigación sobre otro modelo de desarrollo, y los procesos de inversión y cambio que implica en todos los órdenes.

Un debate abierto a todos los sectores sociales y que implica tomar en consideración los efectos secundarios que produzca un giro de estas dimensiones, como los que pueden reposar en medio ambiente y deuda externa –en tanto hay que apalancar las inversiones ya que los recursos propios serán insuficientes, lo que obliga a alianzas entre lo público y agentes privados nacionales e internacionales.

El debate se extiende, a su vez, a otras áreas, como la agraria, en este caso por abordar –con diseño diferencial respecto del planteado por el gobierno, que es agronegocio, especulativo, extractivista y antiecológico–, y que debe tener como prioridad la seguridad y la soberanía alimentaria y, de su mano, la satisfacción del derecho a una alimentación sana, equilibrada y saludable para toda la población del país. Este derecho pasa por una relación diferente de los más de cincuenta millones de personas que habitamos este territorio, con la tierra y el mundo rural: brigadas de trabajo agrario, voluntarias, conformadas con prioridad inicial con ingenieros y agrónomos, así como técnicos con conocimiento de causa, deberán estar a la orden del día. También la recuperación y el procesamiento virtuoso de los desechos de alimentos de todo tipo que producen plazas de mercado, hogares y restaurantes.

También es imperiosa una intervención en la industria urbana y rural, de investigación en ciencia y tecnología, de coordinación regional con proyecciones geopolíticas, con calculables efectos en el mundo del trabajo. ¿De qué otra manera crear trabajo formal, estable y de calidad, no coyuntural sino de largo plazo? ¿De qué otro modo potenciar confianza en la factibilidad del cambio y el papel de lo público?

Si no se obra así, se podría entender que los efectos de la reforma laboral, por ejemplo, lleguen a ser limitados, mucho más cuando no se visualiza el cambiante mundo del trabajo, que viene de la mano de la inteligencia artificial, así como de la necesaria aprobación de una renta básica universal, algo a lo cual no alude el “gobierno del cambio”, congelando un debate necesario –inaplazable– cuando de transformaciones estructurales se trata, por las implicaciones de todo orden que carga consigo –valoración del tiempo, libre creación, asociación libre de todo tipo de personas y anhelos de vida, de estabilidad en ingresos como derecho y no como caridad, etcétera.

En estas circunstancias, y ante todo lo que deja abierto el “año de las reformas”, el trabajo que implica debe prolongarse el tiempo que sea necesario, con liderazgo social y constituyente, actuando efectivamente para que este propósito –más que frase– sea la realidad cotidiana.

*Director de Le Monde diplomatique, edición Colombia. Editorialista de Desdeabajo.com

(Fuente Nodal)

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